La carta de un padre a su hija: Himno a la vida dirigido a las mujeres

carta de un padre a su hija

La carta de Andrea Melis, escritor del Colectivo Sabot, dirigida a su hija Matilda de apenas 3 años ha conmovido a todo internet. Un himno al respeto a la mujer, una delicada poesía contra la violencia contra las mujeres, un deseo con todo el corazón dirigido a su pequeña, para que no sea vea obligada a luchar contra los prejuicios.

Palabras y frases dedicadas a su hija, llenas de amor y esperanza, para conmover el corazón, suscitar lágrimas de alegría, profundizar en el misterio de la vida del cual las mujeres, tal y como dice el escritor, son y serán eternamente sus guardianas.

La carta de Andres Melis a su hija

Las palabras no nacen por casualidad. Los nombres no surgen por casualidad.
Esperar. La profundidad de las cosas la comprendes solamente cuando te falta el aliento. ¿Cómo transcurrir nueve meses esperando a tu hija? Dulce espera. Incluso cuando es amarga, llena de preocupaciones, miedos, obstáculos, retos. Y es dulce la llegada, pero esto sólo lo entiendes cuando llega por fin. Es dulce observar a ese pequeño ser que te parece imposible que haya estado realmente durante nueve meses dentro de esa barriga, y que ha representado el interrogante más grande de tu vida. Y después te vuelves a encontrar con la respuesta entre las manos: recuerdo la respiración que te expandía el pecho, frágil e invencible al mismo tiempo, como la vida, Matilde.

Tus pulmones que se inflaban como un globo a punto de estallar. Habías nacido hacía un minuto y llorabas con una burbuja de saliva en la boca, Matilde. Cuando te he cantado la canción que tu madre y yo te susurrábamos a través de la barriga, aquel milagro del que tanta gente me había hablado ha sucedido de verdad: has dejado de llorar. Y mi corazón se ha parado. Alguien dijo que no cuentan las respiraciones que haces en tu vida, sino los momentos en los que te falta el aliento. Lo maravillosa y verdadera que es esta frase lo descubrí aquel día: la profundidad. Nueve meses que he pasado mirándote dentro. Un tiempo interminable para quien espera respuestas de la vida. Para quien hasta el día antes resoplaba delante de un semáforo en rojo, para quien se desesperaba impacientemente en la fila delante de la caja de un restaurante de comida rápida, o en la cola del banco.

Para quien ha crecido en esta época que anhela la velocidad de las conexiones, de los ritmos de vida, de las relaciones humanas, nueve meses de espera parecían un tiempo irrazonable. Paro la naturaleza se ha escudado, por suerte, y conserva para sí la fortaleza de la vida, y a quién le importa lo demás. Las cosas importantes necesitan tiempo. He aquí lo que me has enseñado incluso antes de nacer: las cosas bellas merecen tiempo.

Nueve meses contra siete minutos. Esos siete minutos infinitos, cuando tu corazón se ha ralentizado demasiado, y fuera de la barriga los médicos corrían, había agitación, y mi mundo estaba a punto de colapsar. Siete minutos. He hecho muchos viajes en la vida y espero hacer muchos otros. Pero ninguno será tan largo como esos dos metros de pasillo que he recorrido de un lado a otro haciendo kilómetros mientras preparaban la sala operatoria.

«Estamos comenzando a operar. En cuanto estemos a punto de sacarla te dejamos entrar». Nunca me había sentido un viajero así de solitario, con el miedo dentro del corazón, miedo de quien se lo juega todo a un sólo golpe de suerte: las dos mujeres más bellas e importantes de su vida. Madre e hija. Quizás el riesgo no era científico para los doctores, pero, ¿qué hay más cierto que los miedos en nuestro corazón? Finalmente me han dicho que podía entrar, y me han recomendado que no mirase el campo quirúrgico.

Me lo han recomendado todos, me resonaba en la cabeza: no mirar nunca ahí. Pero yo he mirado. Ha sido lo más tremendo de mi vida, pero estoy feliz de haberlo hecho. Porque, si no lo hubiera hecho, no habría entendido nunca qué quiere decir ser madre. Qué quiere decir ser hijo. Y por tanto, qué quiere decir convertirse en padre. Qué quiere decir la vida. El enésimo abismo que he tocado en esta aventura, tan profundo como para que te falte el aliento, estaba dentro del vientre abierto de mi mujer.

Yo que giraba la cabeza delante de una herida y que tenía miedo de no conseguir medicar ni siquiera el cordón umbilical, he sostenido la mano de mi mujer todo el tiempo, hasta el último punto de sutura, y me he arrodillado a besarle aquel brazo extendido e intubado como si estuviera delante de una Virgen en la cruz. Nueve meses y un instante: para comprender que no hay nada tan grande como un nacimiento. Sólo la muerte. Y así, me he encontrado junto a los dos paréntesis de la existencia durante un instante, con toda la ciencia del hombre alrededor, siglos de estudios, bisturíes y rostros desconocidos, y cuando se piensa en ello al día siguiente, te das cuenta de que esa es una de las muchas caras del amor, aunque sea la más sombría.

Y, más tarde, ver el triunfo de la vida llevando a hombres toda esa sangre y ese miedo, cuando tu pequeña boca se ha apoyado en el seno de tu madre por primera vez, y vuestras vidas se han entrelazado para siempre, con la ligereza de las nubes que se encuentran en el cielo. Y la duda de que yo haya nacido con el único propósito de disfrutar ese momento se ha convertido en una certeza.

Esperar. Significa también mantener con fidelidad una promesa, una deuda. Significa también dedicarse y aplicarse a algo. Significa también dirigir nuestra atención, considerar. Para toda la vida seremos los padres de Matilde, que hoy tiene tres años y es una mujercita.

Ahora que su vitalidad agita la casa y da color a nuestros días, yo voy dos días a la semana a sumergirme en el silencio del mar, para no perder el contacto con la profundidad. «Relájate», dice mi instructor, «piensa en cosas bonitas». Y yo pienso en mi hija, que el otro día me ha dicho: «Papá, ¿tú eres un brujo?». Un brujo no existe, iba a responderle. Existen sólo las brujas. Pero había algo que no me cuadraba. En ese término masculino había algo injusto, un aura no merecida de magia y potencia protege al brujo, sin embargo tras la palabra «bruja» hay solo maldad y fealdad. La bruja mata, el brujo cura. He aquí como sumergimos aún hoy a nuestros hijos en modelos culturales distorsionados y machistas. La verdad, hija mía, es que hoy existen, y de qué manera, los brujos malvados. Demasiados, diría yo, que dan manzanas envenenadas a sus mujeres, que matan -ellos dicen por amor-, pero el amor es vida, es libertad.

El amor es aceptar que las mujeres son un don que se nos concede, y que es necesario merecerse. Y cuando no se está a la altura del amor, es necesario rendirse ante su libertad de elegir, e abandonar, de cambiar, de salvarse, de dejarlo todo, de no pertenecer, de no ser poseídas. Porque nos debemos a ellas, las mujeres. En su vientre reside la cuna de la vida, y de su vientre para el cordón umbilical. No hay hombre que no deba su vida a este hilo de sangre y alimento que lo une a una mujer. No hay violencia contra una mujer, ni siquiera verbal, que no sea ignorante y poco reconocedora de este vínculo ancestral. Deberían dejarnos para siempre una pequeña parte de cordón umbilical, para recordarnos de dónde viene la vida que se nos ha dado, antes de osar pensar que el universo femenino nos deba algo, además del hecho de estar vivos.

Y me encuentro pensando que demasiadas vidas de mujeres terminan con la sangre, la misma sangre de la que la vida mana en el nacimiento. Y me falta la respiración. Tengo hambre de aire, resurgo y me aferro a la superficie del mar. «¿Cómo va?», me pregunta mi instructor. «Podría ir mejor», querría responder, pero escucho su consejo: «Piensa en cosas bonitas».

Pienso en Matilde. Pienso que los nombres no nacen por casualidad, y tú llevas un nombre que significa «fuerza, potencia», y «lucha, batalla». Hazlo en el nombre de todas las mujeres, Matilde, lucha con amor. Yo como hombre, antes que como padre, estaré siempre a tu lado.

Andrea Melis

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